El soldado
- 2023-01-04 13:10
- ren
Sabiendo dónde podría encontrar el taller del artesano, atravesé la puerta sur del pueblo. Una vez dí mis primeros pasos fuera de las murallas, el calor del verano envolvió mi piel con tal intensidad que agradecí haber dejado atrás mi armadura.
Tras seguir las indicaciones de la gente que me había ido encontrando por el camino, apareció en la distancia un pequeño edificio de una sola plata. Aunque a primera vista no parecía diferente a cualquier otra casa en medio del prado, la carretilla y el yunque que se encontraban delante indicaban lo contrario.
Al acercarme reparé en un hombre, que no parecía mucho mayor que yo, y una niña pequeña de alrededor diez años, sentados en un banco de madera al lado de la entrada del taller. La sombra que proyectaba el edificio les protegía de los rayos veraniegos del sol.
—Buen día —saludé—. Lamento molestar, pero estoy buscando al maestro artesano.
La joven niña se quedó mirándome. Sostenía una rodaja de sandía en sus manos.
—Ah, entonces has venido al lugar adecuado —respondió el hombre con una sonrisa—. Sin embargo, me temo que el artesano no está en su taller en este momento, así que tendrás que esperar un poco. Por supuesto, eres libre de unirte a nosotros mientras disfrutamos de esta agradable brisa.
Inclinando la cabeza levemente, agradecí su ofrecimiento y me senté junto a la niña, quien había perdido interés en mí y volvía a comer su sandía lentamente.
—Disculpe, ¿qué clase de hombre es el artesano? —pregunté tras unos minutos.
—Hmmm, veo que eres nuevo por aquí. ¿Qué as oiído acerca de él?
—Bueno, los soldados hablaban de él como si fuera un necio, como si fuera alguien en quien no se puede confiar. Incluso me recomendaron esperar al herrero ambulante en vez de venir aquí —respondí.
—Ya veo —dijo él. Suspiró.
—Sin embargo —continué—, la gente del pueblo habla de un hombre habilidoso y amable, dispuesto a ayudar a toda persona que lo pida.
—Interesante —dijo él—. Has escuchado dos historias completamente diferentes, así que deja que te pregunte: ¿qué piensas tú?
Su pregunta repentina me sorprendió.
—Yo… No lo he conocido todavía, así que no lo sabré hasta que lo haga. Aún así, si es como la gente del pueblo le describe, ¿por qué iba a estar aquí fuera? Creo que sería más beneficioso para él si tuviera su taller en el pueblo. Seguro que el ejército le cotrataría.
—Quién sabe —respondió.
El hombre hizo unapausa y miró al horizonte. En ese momento, la niña saltó de su asiento con energía.
—¡Ya he terminado! —exclamó mientras se giraba hacia el hombre—. ¡Gracias por la sandía, Tío!
—Me alegra que la hayas disfrutado, Ruby. Bien… —dijo mientras se levantaba—, y ahora sobre ese cubo que pidió tu padre, deja que vaya por él.
Abrió la puerta del taller y desapareció dentro. Lentamente, me levanté y observé estupefacto la puerta abierta. Antes de que pudiera acercarme, el hombre surgió del interior del edificio con un cubo de madera que tenía refuerzos metálicos y se lo ofreció a la niña.
—Dile a tus padres que intentaré visitarlos mañana, ¿vale?
—¡Vale! ¡Gracias, Tío! —respondió ella antes de echar a correr en dirección al pueblo.
Tras despedir a la pequeña, se cruzó de brazos y se quedó mirando en silencio en la dirección en la que había partido.
—Yo… Usted… —empecé.
—Ruby es la hija de mi amigo de la infancia —dijo mientras se daba la vuelta para mirarme—. Mientras él y su esposa antienden el negocio familiar, ella suele venir a jugar a mi taller.
Tenía la sensación de que el hombre que me estaba mirando era una persona completamente diferente. El hombre que tenía delante no era la persona relajada conla que había estado charlando hacía unos momentos. Su aura había cambiado por completo.
—Es el artesano —pude decir al fin.
—Lo soy.
—¿Y por qué no me lo dijo? —pregunté.
—Sentía curiosidad. No muchos soldados visitan mi taller y aquellos que lo hacen suelen exigirme cosas simplemente porque son soldados.
Sus palabras me confundían.
—Pero –continuó—, puedo ver que tú eres diferente a los que me han visitado en el pasado.
—¿Por qué?
—En primer lugar, no llevas tu armadura. Casi todos los soldados de la guarnición visten su armadura dondequiera que vayan, como si fuera un símbolo de poder. Pero tú… lo único que te diferencia de un civil es esa vaina con el sello del reino. Además —hizo una pausa—, has venido hasta aquí aunque los otros soldados te hayan recomendado lo contrario.
—¿Por qué no iba a venir? —pregunté.
—¡Exacto! —caminó hacia delante y observó el prado que se extendía ante él—. Verás, con el tiempo me he dado cuenta e que la gente que busca poder espera que los demás parezcan y actúen como ellos. Yo no soy un guerrero, mucho menos un soldado. No busco guerra, fama, ni fortuna. Aquellos que lo hacen han sido corrompidos por la avaricia: no pueden aceptar las cosas como son, necesitan más… —se echó a reír—. Pero tú… Puedo ver que tienes un buen corazón. Así que me gustaría darte un consejo, si lo aceptas.
—¡Por supuesto! —respondí con entusiasmo.
Cuando se giró para mirarme, sentía que el tiempo se había congelado. La brisa se había detenido y no se escuchaba ningún sonido, excepto las palabras que provenían de este hombre al que acababa de conocer.
—Que nada corrompa tu buen corazón.
Con esas palabras, el artesano pasó a mi lado y entró en su taller.
—Bien, ¿por qué no echamos un vistazo a esa espada tuya? —dijo desde el interior.